Quizás me paso. Cuando escribo pienso
que siempre hay alguien que puede hacerlo mejor que yo. Cuando conduzco sé que
soy bastante mejorable. Cuando nado, a menudo me fijo en quien lo hace mejor.
Cuando hay un error en un una cuenta, lo
primero que pienso es que tal vez lo he cometido yo. Nadie es infalible, pero
quizás yo menos que otros. No me gusta
alardear de nada. A todo hay quien gane, pienso.
El corredor que hoy batió el récord
del mundo, mañana será desbancado por otro que lo superará. El plusmarquista
verá un día que otro queda por encima de él.
La competencia del capitalismo
salvaje nos aboca continuamente a hacer
comparaciones, a medirnos con los demás
como si participásemos en una competición y la vida no fuese más que tratar de
quedar por encima de los demás. Cuando la Administración convoca (o convocaba)
determinadas plazas y se presenta todo un ejército de candidatos, sólo los que
alcanzan las mayores puntuaciones logran un trabajo. Cuando una empresa realiza
una selección de personal, ahí están las pruebas y test que obligan a competir
a los interesados en una dura carrera. El mundo es grande y, tarde o temprano,
entramos en una lucha descarnada y competitiva.
Siempre hay alguien que descolla, un
cráneo privilegiado que diría don Ramón del Valle Inclán, que da sopas con onda
a los demás. Los que quedan por debajo
del listón tienen dos formas de digerir su “derrota”. Bien aceptando la
realidad de los hechos. Bien alimentando su ego herido y creyéndose,
falsamente, mejores que los demás, pese a que los hechos demuestren lo
contrario.
En una ocasión me comentaron que un
escritor que concursaba en un certamen literario telefoneó para informarse de
quienes componían el jurado y protestar porque no le habían otorgado el premio
a él, que, por supuesto, no había leído ninguno de los textos que competían en
el concurso y, faltaría más, presuponía
que su relato era el único digno de premio.
Otro cinéfilo empedernido al que
conocí, sin más que dos cortometrajes mediocres a sus espaldas, no sólo osaba
compararse a los grandes directores de cine del momento, sino creía ciegamente que
estaba muy por encima de ellos, pero, por desgracia no le habían dado su oportunidad.
El éxito o el fracaso no son
sinónimos de calidad y esfuerzo o de falta de ellos. Pero hay quienes están tan
ciegos y pagados de sí mismos que nunca reconocen las virtudes de los demás.
Dicen ser los mejores, pero, “injustamente”, no están reconocidos. Así hay
escritores sin apenas obra, cineastas sin películas, novelistas plúmbeos,
compositores sin música, empresarios sin empresas o con caóticas industrias y
gestores ruinosos que llevan a la quiebra todo lo que tocan y ni siquiera son
capaces de llevar las cuentas de su propia casa. Están ahí, en su Olimpo de
vertedero, como insectos que creen ser dioses, sacando pecho, buscando el
arrimo del edil, del director general o del importante de turno que les abra
paso, aunque sea sin méritos. Moviendo los hilos de los que detentan el poder
para coronarse con los laureles de la pompa y el engreimiento. Creen ser más
que los demás, se sienten por encima de todos. Critican lo divino y lo humano,
pero nunca a sí mismos. Ellos parece que no tienen defectos.
No negaré que, a veces, en rincones
perdidos, hay mentes preclaras, superiores a las de quienes se alzaron con la
fama y el dinero, y quizás nunca tengan ocasión de demostrar su valía. A veces
hay pastores con más seso que muchos de los doctores de esto y aquello que
pululan por ahí, mirando por encima del hombro. No digamos nada de tantos y
tantos personajes que aparecen en la pequeña pantalla, que bien podrían
quedarse en su casa para no abochornarnos.
Sin embargo, sigue siendo mucho más
abundante y odiosa esa caterva de
fanfarrones, vanidosos y lamecumbres que van de emperadores por la
calle, con la firme convicción de que su criterio es el único que cuenta y
ellos son los que más valen.
Cada vez echo más en falta a la
persona sencilla, al que no trata de competir con nadie, al que no le preocupa
ser ni más ni menos que él mismo y trata con respeto a los demás. El que se siente uno más y admira los valores y
virtudes de los otros. Aprecio al que sabe mucho pero detesta aparentar, al que
no va de arreglamundos, porque sabe que el mundo es muy posible que no tenga
arreglo y, desde luego, no puede arreglarse con dos bravatas detrás de la barra
de un bar.
El sencillo es un espíritu libre,
democrático y es consciente de que la vida es un continuo aprendizaje y nunca podrá saberlo todo ni estar seguro de la
cuarta parte de lo que conoce. El vanidoso es un maestro que, de antemano,
todo lo sabe, aunque todo lo ignore.
No hay mayor necio que el que cree
que todo lo sabe. No hay mejor tonto que el ignorante con ínfulas de sapiencia.
No hay más torpe ni más cínico que el que no reconoce sus torpezas y se regodea
ante los defectos ajenos para hincharse como un globo. De esos, como decía un
vecino, no me guarden pepitas.