El hombre se
levantó adormilado y fue al baño a lavarse la cara. Después continuó hasta la
cocina, llenó su tazón de leche, lo puso en el microondas y conectó la radio. Era el
mismo ritual de todos los días antes de ir al trabajo. Los mismos movimientos.
La misma pereza. La misma gana de plantarse y decir no a todo. No al trabajo.
No a la costumbre. No a la basura de los medios de comunicación. No a las
mentiras. Pero la radio, ajena a sus negativas, seguía desgranando una interminable lista de
ladrones. La familia Pujol y sus miles de millones en paraísos fiscales, Blesa,
Rato, las tarjetas opacas, Acebes, el caso Gürtel y sus ramificaciones, el veterano
de UGT que ocultaba 1,4 millones a Hacienda, los fraudes del pequeño Nicolás, la
Operación Púnica…
Y
toda esta porquería moral se unió al olor que provenía del cubo de basura.
Ahora recordaba que la noche anterior había olvidado echarla al contenedor y,
para colmo, tenía restos de pescado. El hedor era insoportable. Los
desperdicios del pescado, unidos a la podredumbre humana acabaron por
provocarle nauseas. Sin embargo, como tenía el tiempo justo para llegar al
trabajo, se imponía el pragmatismo. Así que sacó la bolsa de la basura a la terraza, abrió
la ventana para airear la cocina y, estoicamente, se fue tomando el desayuno durante
el cuarto de hora que le restaba. El informativo de la radio siguió a lo suyo.
El ébola seguía sembrando el miedo en el mundo y las víctimas españolas de la
talidomida se quedarían sin cobrar un euro porque para “la Justicia” los casos
habían prescrito.
Mientras
colocaba un par de tostadas en la tostadora, el mundo se iba desmoronando a cada
segundo. Llovía mierda por todas partes, pero él sabía que solo había dos modos
de seguir avanzando: ponerse un buen
impermeable y hacer caso omiso de la podredumbre, o formar parte de ella.
En otra época
tal vez se hubiese escandalizado o, al menos, se hubiese hecho preguntas. ¿Cómo
fue posible cobrar comisiones durante décadas? ¿Con la complicidad de los demás
partidos? ¿Por qué se pactó el silencio? ¿A cambio de qué? Pero después de
tantos años, la corrupción nacional era un plato más en la mesa al que ya se
había acostumbrado. Así que, sin una exclamación ni un pestañeo, extendió la
mantequilla y depositó una cucharada de mermelada de fresa en cada una de las
tostadas, sabedor de que aquellos dulces bocados atenuarían durante unos
segundos aquel tufo de muladar.
El sabor de la
fresa lo transportó a otra una galaxia incorrupta y allí intuyó que sin hambre
no hay conciencia. Pero pronto la miseria moral, confundida con la pestilencia se
fue adueñando de cada una de sus células,
y por mero instinto de sobrevivencia, todas se aferraron a la putrefacción general
como mejillones a una roca.
Al
cabo de 14 minutos apagó la radio, tomó su carpeta bajo el brazo, bajó en el
ascensor y salió a la calle. El tráfico era infernal y, como primer saludo, la
mañana le abofeteó con una vaharada de aire caliente y contaminado. Contra todo
pronóstico seguía oliendo mal. En una plaza, un grupo de manifestantes
protestaban por las preferentes delante de una oficina de Bankia. Tres calles
más abajo una asociación se alzaba contra el desahucio de una familia. El
hombre les miró durante cinco segundos exactos, lo justo paran ver llorar a la
madre y a su hija y contemplar la rabia y la impotencia en el rostro del padre,
pero impertérrito, siguió su camino. Después de tantos años ya tenía macerado el
corazón en toda clase de algaradas. No era asunto suyo. Cada cual con su pan se
lo coma, se dijo mentalmente y siguió su ruta. Tenía el tiempo justo de tomar
el metro y llegar a su oficina con puntualidad. Eso hizo, pero el hedor le
persiguió en el suburbano, en la calle y en la oficina. Fue inútil echar una
buena rociada de ozono-pino. Anulando la fragancia de bosque mediterráneo, se
alzaba un hedor de cloaca imposible de enmascarar. Aquel hedor provenía del
interior de su propio cuerpo. Era el apestoso olor de la indiferencia.
Al abrigo de
ese tufo silencioso, en medio de ese dejar hacer y dejar pasar, lastrados por
las injusticias de la Justicia, ese elefante herido que casi siempre aplasta a
los más débiles, en España los corruptos crecen y se multiplican como setas en un prado. Cuanto más poder, más
corrupción. Cuanto más dinero, más ladrones. Pero mientras no comprendamos
que el silencio ciudadano es el mejor
caldo de cultivo de la corrupción, los ladrones tendrán el campo libre para
robar a manos llenas. Es nuestro silencio quien les da alas, es nuestra
aceptación del robo como algo irremediable, son esas leyes de terciopelo las que
harán volver a robar a los estafadores. Quien calla otorga. Nos están quitando el pan de la mesa, pero, ni por esas
nos animamos a protestar. Su hedor ya parece formar parte de nosotros.