jueves, 30 de octubre de 2014

Hedor




El hombre se levantó adormilado y fue al baño a lavarse la cara. Después continuó hasta la cocina, llenó su  tazón de leche,  lo puso  en el microondas y conectó la radio. Era el mismo ritual de todos los días antes de ir al trabajo. Los mismos movimientos. La misma pereza. La misma gana de plantarse y decir no a todo. No al trabajo. No a la costumbre. No a la basura de los medios de comunicación. No a las mentiras. Pero la radio, ajena a sus negativas,  seguía desgranando una interminable lista de ladrones. La familia Pujol y sus miles de millones en paraísos fiscales, Blesa, Rato, las tarjetas opacas, Acebes, el caso Gürtel y sus ramificaciones, el veterano de UGT que ocultaba 1,4 millones a Hacienda, los fraudes del pequeño Nicolás, la Operación Púnica…
            Y toda esta porquería moral se unió al olor que provenía del cubo de basura. Ahora recordaba que la noche anterior había olvidado echarla al contenedor y, para colmo, tenía restos de pescado. El hedor era insoportable. Los desperdicios del pescado, unidos a la podredumbre humana acabaron por provocarle nauseas. Sin embargo, como tenía el tiempo justo para llegar al trabajo, se imponía el pragmatismo. Así que  sacó la bolsa de la basura a la terraza, abrió la ventana para airear la cocina y, estoicamente, se fue tomando el desayuno durante el cuarto de hora que le restaba. El informativo de la radio siguió a lo suyo. El ébola seguía sembrando el miedo en el mundo y las víctimas españolas de la talidomida se quedarían sin cobrar un euro porque para “la Justicia” los casos habían prescrito.
            Mientras colocaba un par de tostadas en la tostadora, el mundo se iba desmoronando a cada segundo. Llovía mierda por todas partes, pero él sabía que solo había dos modos de seguir avanzando: ponerse un buen  impermeable y hacer caso omiso de la podredumbre, o formar parte de ella.
En otra época tal vez se hubiese escandalizado o, al menos, se hubiese hecho preguntas. ¿Cómo fue posible cobrar comisiones durante décadas? ¿Con la complicidad de los demás partidos? ¿Por qué se pactó el silencio? ¿A cambio de qué? Pero después de tantos años, la corrupción nacional era un plato más en la mesa al que ya se había acostumbrado. Así que, sin una exclamación ni un pestañeo, extendió la mantequilla y depositó una cucharada de mermelada de fresa en cada una de las tostadas, sabedor de que aquellos dulces bocados atenuarían durante unos segundos aquel tufo de muladar.
El sabor de la fresa lo transportó a otra una galaxia incorrupta y allí intuyó que sin hambre no hay conciencia. Pero pronto la miseria moral, confundida con la pestilencia se fue  adueñando de cada una de sus células, y por mero instinto de sobrevivencia, todas se aferraron a la putrefacción general como mejillones a una roca.
            Al cabo de 14 minutos apagó la radio, tomó su carpeta bajo el brazo, bajó en el ascensor y salió a la calle. El tráfico era infernal y, como primer saludo, la mañana le abofeteó con una vaharada de aire caliente y contaminado. Contra todo pronóstico seguía oliendo mal. En una plaza, un grupo de manifestantes protestaban por las preferentes delante de una oficina de Bankia. Tres calles más abajo una asociación se alzaba contra el desahucio de una familia. El hombre les miró durante cinco segundos exactos, lo justo paran ver llorar a la madre y a su hija y contemplar la rabia y la impotencia en el rostro del padre, pero impertérrito, siguió su camino. Después de tantos años ya tenía macerado el corazón en toda clase de algaradas. No era asunto suyo. Cada cual con su pan se lo coma, se dijo mentalmente y siguió su ruta. Tenía el tiempo justo de tomar el metro y llegar a su oficina con puntualidad. Eso hizo, pero el hedor le persiguió en el suburbano, en la calle y en la oficina. Fue inútil echar una buena rociada de ozono-pino. Anulando la fragancia de bosque mediterráneo, se alzaba un hedor de cloaca imposible de enmascarar. Aquel hedor provenía del interior de su propio cuerpo. Era el apestoso olor de la indiferencia.
Al abrigo de ese tufo silencioso, en medio de ese dejar hacer y dejar pasar, lastrados por las injusticias de la Justicia, ese elefante herido que casi siempre aplasta a los más débiles, en España los corruptos crecen y se multiplican  como setas en un prado. Cuanto más poder, más corrupción. Cuanto más dinero, más ladrones. Pero mientras no comprendamos que  el silencio ciudadano es el mejor caldo de cultivo de la corrupción, los ladrones tendrán el campo libre para robar a manos llenas. Es nuestro silencio quien les da alas, es nuestra aceptación del robo como algo irremediable, son esas leyes de terciopelo las que harán volver a robar a los estafadores. Quien calla otorga. Nos están  quitando el pan de la mesa, pero, ni por esas nos animamos a protestar. Su hedor ya parece formar parte de nosotros.