A estas alturas de la vida dudo
de que haya noticias que puedan sorprenderme,
pero, desde luego, sí indignarme. Una de las últimas que me han exasperado ha sido la de saber que en el Vaticano la Pontificia Comisión para la Protección de los
Menores anda muy preocupada con el asunto de la pederastia dentro de la Iglesia
y ha decidido reunirse nada menos que dos veces al año para tomar cartas en el
asunto. Y el interés llega a tanto que la comisión no se dedica a resolver
casos específicos, sino a buscar “una forma institucional de proteger a los
menores". Los obispos "no están obligados" a denunciar los
abusos a menores, según una nueva guía del Vaticano. Es decir que, más que una
comisión es un claro caso de omisión. Omisión de socorro a las víctimas,
omisión de denuncia y castigo a
sacerdotes que se valieron de su cargo y destrozaron la vida de muchísimos
niños. Omisión de justicia a clérigos que predicaron la bondad divina en un
púlpito y, en privado, violaban niños, practicaban el abuso sexual, la coacción
y el chantaje a menores.
La Santa Sede ha condenado en los
últimos 10 años a 3.420 sacerdotes por abusos sexuales a menores. Un total de
848 curas fueron directamente apartados del servicio sacerdotal, la pena más
dura que contempla el derecho canónico, mientras que los 2.572 restantes
recibieron sanciones de distinto tipo.
Miles de casos de abusos sexuales
en la Iglesia católica en todo el mundo y el Vaticano, como máximo, los cesa,
cuando no mira para otro lado, como ha
hecho hasta no hace mucho.
La Justicia española tampoco
ayuda demasiado al respecto. Si se trata de violación, la prescripción se
produce a los quince años desde el hecho.
En el caso más leve, a los cinco.
Me avergüenzan la Iglesia y la
Justicia que tenemos. Me abochornan los gobiernos que desde hace décadas no han
hecho absolutamente nada porque estos y otros delitos caduquen como los yogures.
Me subleva que se haya permitido que el
abusador fuese a otra parroquia y siguiese
abusando de más niños, como si tal cosa.
Me revienta que ante casos tan flagrantes no haya una reforma de las leyes.
El Vaticano, que se yergue como
la voz de la conciencia mundial, no duda en gastar en exceso, enriquecerse de
manera injustificada, ocultar sus finanzas y no castigar los abusos a menores.
Con semejante currículo no es de extrañar que aumenten los ateos e incluso haya
creyentes que le pidan a Dios que los
libre de la Iglesia. Me pregunto cómo se puede confiar en una institución que no es capaz de poner coto a su propia
inmoralidad, que a veces hasta se
doblega a la desfachatez y a la impunidad.
Y mientras esto sucede, uno se entera de que un sevillano
ha sido condenado a seis meses de cárcel por robar una bicicleta en 2008. De que a un senegalés le han caído nueve meses
por intentar robar una gallina. O que la portavoz del ayuntamiento de Madrid,
Rita Maestre, después de cinco años, por protestar en una capilla de la
facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid, ha sido
condenada por ofender a la Iglesia a pagar
4320 euros. En estas ocasiones
los delitos, tan menores, parece ser que no prescriben.
Un político sin escrúpulos se puede hinchar a robar
durante años. Un sacerdote puede violar a lo largo de décadas. Es relativamente
fácil que a ninguno les ocurra nada. Un
ladrón de gallinas muerto de hambre o un ciudadano con verdades como puños que protesta, tiene
todas las papeletas para ir a la cárcel.
Se
intenta criminalizar la libertad de expresión, los derechos básicos de nuestra
democracia. Se condena a la víctima y se bendice al verdugo. Los escraches se
califican de delitos de terrorismo, las protestas por una educación de calidad,
por un techo bajo el que vivir, cualquier demanda ciudadana que clama justicia
se contempla como un acto ilegal y subversivo, azuzado por la Ley Mordaza.
Nuestras condiciones de vida empeoran, la corrupción
es escandalosa, la Justicia no funciona, la Iglesia nos avergüenza, la gente se
queda en la calle y pasa hambre, la Corona abraza al corrupto, los pobres pagan
muchos más impuestos que los ricos, pero el vecino de a pie no puede protestar y tiene que ser una
marioneta, un siervo de los privilegios del poderoso. El ciudadano tiene que
agachar la cerviz como un becerro y soportar que en España haya más de diez mil aforados que no pueden
ser juzgados por los tribunales ordinarios, mientras escucha que la ley es
igual para todos. El hombre o la mujer de la calle tienen que aguantar que la
injusticia se agrave y perpetúe en las instituciones sin que haya visos de
reforma. Apenas hay referentes morales,
pero sí muchedumbres cada vez más numerosas tratando de sobrevivir. Por cada salto que da
la riqueza, hay millones de inocentes que son sacrificados en aras de su crecimiento.
El capitalismo ahonda la brecha, expande la miseria, multiplica la injusticia. Basta
ver las imágenes que nos llegan de Idomeni con esas miles de personas que no
saben dónde ir mientras porque las fronteras permanecen cerradas. Basta eso
para comprender que nunca como hoy estamos condenando la pobreza, que el mayor
delito de nuestro tiempo, el único en el que de verdad se emplea a fondo la Justicia
y los gobiernos, es el de sentenciar a
quien carece de todo. Acabar con la pobreza dejando morir a los pobres parece
ser la respuesta de la Europa privilegiada
Tusk, el líder del Consejo Europeo lo
ha advertido no hace mucho a los migrantes: no
vengan a Europa. Solo le faltó decir que se quedaran en Turquía, que se murieran
en su tierra, que aquí no nos gusta la pobreza, que queremos que este sea un
territorio libre de pobres y solo admitimos a turistas con dinero.
El
parné no conoce fronteras, viaja sin
cortapisas por todo el mundo. Las personas con una mano delante y otra detrás,
esas sí que tropiezan con todas las barreras. Palos, gases lacrimógenos,
concertinas… No importa que sean víctimas de la guerra, da igual que huyan del
hambre o la muerte. No interesa que
se sepa que, con harta frecuencia es el primer mundo, civilizado e inhumano, es
quien fomenta las guerras, quien vende armas, quien destruye naciones para
luego, aprovechar su debilidad y esquilmarlas a su antojo.
La
víctima, el niño indefenso, el débil… siempre lleva las de perder en este mundo
caníbal. La aporofobia (el odio y rechazo a los pobres) es más que una
tendencia, es el signo de nuestra identidad. Ya solo tenemos miedo a ser tan
pobres como esos que aparecen en la tele.