sábado, 19 de marzo de 2016

Débiles e indefensos




A estas alturas de la vida dudo de que haya noticias que puedan  sorprenderme, pero, desde luego, sí indignarme. Una de las últimas que me han exasperado  ha sido la de saber que en el Vaticano la  Pontificia Comisión para la Protección de los Menores anda muy preocupada con el asunto de la pederastia dentro de la Iglesia y ha decidido reunirse nada menos que dos veces al año para tomar cartas en el asunto. Y el interés llega a tanto que la comisión no se dedica a resolver casos específicos, sino a buscar “una forma institucional de proteger a los menores". Los obispos "no están obligados" a denunciar los abusos a menores, según una nueva guía del Vaticano. Es decir que, más que una comisión es un claro caso de omisión. Omisión de socorro a las víctimas, omisión de denuncia y castigo  a sacerdotes que se valieron de su cargo y destrozaron la vida de muchísimos niños. Omisión de justicia a clérigos que predicaron la bondad divina en un púlpito y, en privado, violaban niños, practicaban el abuso sexual, la coacción y el chantaje a menores.



La Santa Sede ha condenado en los últimos 10 años a 3.420 sacerdotes por abusos sexuales a menores. Un total de 848 curas fueron directamente apartados del servicio sacerdotal, la pena más dura que contempla el derecho canónico, mientras que los 2.572 restantes recibieron sanciones de distinto tipo.  



Miles de casos de abusos sexuales en la Iglesia católica en todo el mundo y el Vaticano, como máximo, los cesa, cuando no mira  para otro lado, como ha hecho hasta no hace mucho.



La Justicia española tampoco ayuda demasiado al respecto. Si se trata de violación, la prescripción se produce a los  quince años desde el hecho. En el caso más leve, a los cinco.



Me avergüenzan la Iglesia y la Justicia que tenemos. Me abochornan los gobiernos que desde hace décadas no han hecho absolutamente nada porque estos y otros delitos caduquen como los yogures. Me subleva que se haya permitido  que el abusador fuese  a otra parroquia y siguiese  abusando de más niños, como si tal cosa. Me revienta que ante casos tan flagrantes no haya una reforma de las leyes.



El Vaticano, que se yergue como la voz de la conciencia mundial, no duda en gastar en exceso, enriquecerse de manera injustificada, ocultar sus finanzas y no castigar los abusos a menores. Con semejante currículo no es de extrañar que aumenten los ateos e incluso haya  creyentes que le pidan a Dios que los libre de la Iglesia. Me pregunto cómo se puede confiar en una institución  que no es capaz de poner coto a su propia inmoralidad, que  a veces hasta se doblega a la desfachatez y a la impunidad.



Y mientras esto sucede, uno se entera de que un sevillano ha sido condenado a seis meses de cárcel por robar una bicicleta en 2008.  De que a un senegalés le han caído nueve meses por intentar robar una gallina. O que la portavoz del ayuntamiento de Madrid, Rita Maestre, después de cinco años, por protestar en una capilla de la facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid, ha sido condenada por ofender a la Iglesia a pagar  4320 euros. En estas  ocasiones los delitos, tan menores, parece ser que no prescriben.



Un político sin escrúpulos se puede hinchar a robar durante años. Un sacerdote puede violar a lo largo de décadas. Es relativamente fácil que a  ninguno les ocurra nada. Un ladrón de gallinas muerto de hambre o un ciudadano  con verdades como puños que protesta, tiene todas las papeletas para ir a la cárcel.  
Se intenta criminalizar la libertad de expresión, los derechos básicos de nuestra democracia. Se condena a la víctima y se bendice al verdugo. Los escraches se califican de delitos de terrorismo, las protestas por una educación de calidad, por un techo bajo el que vivir, cualquier demanda ciudadana que clama justicia se contempla como un acto ilegal y subversivo, azuzado por la Ley Mordaza.
Nuestras condiciones de vida empeoran, la corrupción es escandalosa, la Justicia no funciona, la Iglesia nos avergüenza, la gente se queda en la calle y pasa hambre, la Corona abraza al corrupto, los pobres pagan muchos más impuestos que los ricos, pero el vecino  de a pie  no puede protestar y tiene que ser una marioneta, un siervo de los privilegios del poderoso. El ciudadano tiene que agachar la cerviz como un becerro y soportar que en España  haya más de diez mil aforados que no pueden ser juzgados por los tribunales ordinarios, mientras escucha que la ley es igual para todos. El hombre o la mujer de la calle tienen que aguantar  que  la injusticia se agrave y perpetúe en las instituciones sin que haya visos de reforma. Apenas  hay referentes morales, pero sí muchedumbres cada vez más numerosas  tratando de sobrevivir. Por cada salto que da la riqueza, hay millones de inocentes que son sacrificados en aras de su crecimiento. El capitalismo ahonda la brecha, expande la miseria, multiplica la injusticia. Basta ver las imágenes que nos llegan de Idomeni con esas miles de personas que no saben dónde ir mientras porque las fronteras permanecen cerradas. Basta eso para comprender que nunca como hoy estamos condenando la pobreza, que el mayor delito de nuestro tiempo, el único en el que de verdad se emplea a fondo la Justicia y los gobiernos,  es el de sentenciar a quien carece de todo. Acabar con la pobreza dejando morir a los pobres parece ser la respuesta de la Europa privilegiada
Tusk, el líder del Consejo Europeo lo ha advertido no hace mucho a los migrantes: no vengan a Europa. Solo le faltó decir que se quedaran en Turquía, que se murieran en su tierra, que aquí no nos gusta la pobreza, que queremos que este sea un territorio libre de pobres y solo admitimos a turistas con dinero.
El parné  no conoce fronteras, viaja sin cortapisas por todo el mundo. Las personas con una mano delante y otra detrás, esas sí que tropiezan con todas las barreras. Palos, gases lacrimógenos, concertinas… No importa que sean víctimas de la guerra, da igual que huyan del hambre o la muerte. No interesa  que se sepa que, con harta frecuencia es el primer mundo, civilizado e inhumano, es quien fomenta las guerras, quien vende armas, quien destruye naciones para luego, aprovechar su debilidad y  esquilmarlas a su antojo.   
La víctima, el niño indefenso, el débil… siempre lleva las de perder en este mundo caníbal. La aporofobia (el odio y rechazo a los pobres) es más que una tendencia, es el signo de nuestra identidad. Ya solo tenemos miedo a ser tan pobres como esos que aparecen en la tele.                

                                            

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