La enfermera dijo: le está fallando el corazón. Estaba inquieto, fatigoso. Y yo le observaba, insomne. Luego se calmó. Se calmó tanto que dejó de moverse. ¿Dormía? Como una ráfaga presentí la tragedia y, desolado, lo zarandeé. Estaba tranquilo, estaba… muerto.
Había visto muchas veces morir a la gente en el cine, en la tele. Había visto morir al malo de la película y también al bueno, a niños inocentes y soldados en mil batallas. Y hasta despedirse de este mundo a amantes en los brazos de sus enamoradas. Muchas veces lloré por ellos. Pero todos estaban al otro lado de una pantalla y morían sin morir. Y aparecían de nuevo otro día, en otra película, en otro papel, resucitados, eternos, como si el tiempo no fuera con ellos.
Aquél día la escena no formaba parte de ningún rodaje. No había cámaras ni focos ni micrófonos. Él murió de verdad. No se trataba de un actor, de un entrañable personaje, tampoco de un desconocido lejano. Era mi padre y aquello no era ninguna película.
viernes, 6 de abril de 2012
Mañana
“Hasta mañana”, nos dijimos con un beso. Al día siguiente, cargado de deseo, a nuestra hora, la aguardé dos horas en la cafetería de siempre y no apareció.
Renegué de ella, de mis ilusiones por compartir mi vida junto a la suya, de su falta de su valor por no separarse de su marido y vivir conmigo.
Después de un mes, he descubierto que aquel mismo día, cuando corría a la cafetería, fue atropellada por un automóvil y murió.
Entre lágrimas rememoro mi espera aquella tarde. Como a través de un cristal empañado, recuerdo una ambulancia y un cuerpo cubierto.
Ha habido un accidente, dijo alguien. Pero no me importó y seguí esperando inútilmente. La muerte era cosa de otros.
La telefoneé mil veces sin obtener respuesta. Volví muchas veces más a la cafetería. Y sólo me quedó el deseo incumplido: “mañana”. Una palabra desvanecida en el aire de la tarde, como la hoja de un árbol arrastrada por el viento, frágil, volátil y breve.
Y hoy me pregunto por qué los sueños son eternos mientras el tiempo es tan efímero. Por qué la vida es un suspiro mientras la muerte no tiene edad. Por qué no aprendemos que apenas somos un instante y no coseguimos zafarnos de esta sed de eternidad.
Somos provisionales y estamos de paso, pero para sobrevivir, vamos de eternos. Mañana sólo es un deseo. Nadie sabe si se cumplirá.
Renegué de ella, de mis ilusiones por compartir mi vida junto a la suya, de su falta de su valor por no separarse de su marido y vivir conmigo.
Después de un mes, he descubierto que aquel mismo día, cuando corría a la cafetería, fue atropellada por un automóvil y murió.
Entre lágrimas rememoro mi espera aquella tarde. Como a través de un cristal empañado, recuerdo una ambulancia y un cuerpo cubierto.
Ha habido un accidente, dijo alguien. Pero no me importó y seguí esperando inútilmente. La muerte era cosa de otros.
La telefoneé mil veces sin obtener respuesta. Volví muchas veces más a la cafetería. Y sólo me quedó el deseo incumplido: “mañana”. Una palabra desvanecida en el aire de la tarde, como la hoja de un árbol arrastrada por el viento, frágil, volátil y breve.
Y hoy me pregunto por qué los sueños son eternos mientras el tiempo es tan efímero. Por qué la vida es un suspiro mientras la muerte no tiene edad. Por qué no aprendemos que apenas somos un instante y no coseguimos zafarnos de esta sed de eternidad.
Somos provisionales y estamos de paso, pero para sobrevivir, vamos de eternos. Mañana sólo es un deseo. Nadie sabe si se cumplirá.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)