“Hasta mañana”, nos dijimos con un beso. Al día siguiente, cargado de deseo, a nuestra hora, la aguardé dos horas en la cafetería de siempre y no apareció.
Renegué de ella, de mis ilusiones por compartir mi vida junto a la suya, de su falta de su valor por no separarse de su marido y vivir conmigo.
Después de un mes, he descubierto que aquel mismo día, cuando corría a la cafetería, fue atropellada por un automóvil y murió.
Entre lágrimas rememoro mi espera aquella tarde. Como a través de un cristal empañado, recuerdo una ambulancia y un cuerpo cubierto.
Ha habido un accidente, dijo alguien. Pero no me importó y seguí esperando inútilmente. La muerte era cosa de otros.
La telefoneé mil veces sin obtener respuesta. Volví muchas veces más a la cafetería. Y sólo me quedó el deseo incumplido: “mañana”. Una palabra desvanecida en el aire de la tarde, como la hoja de un árbol arrastrada por el viento, frágil, volátil y breve.
Y hoy me pregunto por qué los sueños son eternos mientras el tiempo es tan efímero. Por qué la vida es un suspiro mientras la muerte no tiene edad. Por qué no aprendemos que apenas somos un instante y no coseguimos zafarnos de esta sed de eternidad.
Somos provisionales y estamos de paso, pero para sobrevivir, vamos de eternos. Mañana sólo es un deseo. Nadie sabe si se cumplirá.
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