La enfermera dijo: le está fallando el corazón. Estaba inquieto, fatigoso. Y yo le observaba, insomne. Luego se calmó. Se calmó tanto que dejó de moverse. ¿Dormía? Como una ráfaga presentí la tragedia y, desolado, lo zarandeé. Estaba tranquilo, estaba… muerto.
Había visto muchas veces morir a la gente en el cine, en la tele. Había visto morir al malo de la película y también al bueno, a niños inocentes y soldados en mil batallas. Y hasta despedirse de este mundo a amantes en los brazos de sus enamoradas. Muchas veces lloré por ellos. Pero todos estaban al otro lado de una pantalla y morían sin morir. Y aparecían de nuevo otro día, en otra película, en otro papel, resucitados, eternos, como si el tiempo no fuera con ellos.
Aquél día la escena no formaba parte de ningún rodaje. No había cámaras ni focos ni micrófonos. Él murió de verdad. No se trataba de un actor, de un entrañable personaje, tampoco de un desconocido lejano. Era mi padre y aquello no era ninguna película.
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