lunes, 28 de abril de 2014

Dicen que va a llover






La tierra sedienta y seca aguarda las lágrimas del cielo, pero las nubes no se conmueven. El viento silva entre los cañaverales, sobre el hilo de agua de ese arroyuelo sin nombre, entre los cerros pelones, en la vasta geometría que forman las hileras de las cepas. Cimbrea los brazos de los árboles con sus hojas chicas, locos y alborotados por su furia. El aire aventa la arena en la llanura desolada contra las casas, como anunciando una tormenta. En los pinares se escucha un fragor de oleaje y naufragio.  El sol se esconde, el cielo se oscurece, los conejos se aquietan en sus madrigueras. Negros nubarrones  de algodón sucio van cubriendo la tarde.
El hombre, perdido en el campo y el trabajo, mira al cielo. De esta no pasa, se dice:hoy va a llover. Otea el horizonte a lo lejos. Allá, en lontananza, donde se alzan oscuras las sombras de los cerros, se desgajan ramalazos blancos de las nubes. Allí ya está lloviendo, pero la tormenta viene hacia él y promete regarlo todo.
 Esta vez no va a ser como las otras, se dice. No va a ser como las  gotas que cayeron en febrero y  marzo, cuatro en todo junto. Ni como el chispear de primeros de abril que llovió como con lástima,  sin matar siquiera el polvo de los caminos. Esta vez tiene que llover de verdad. Una lluvia mansa de muchas horas, sin truenos ni torrentes. Agua calma, como gato que sestea  junto a las brasas del fogón, como perro viejo que entorna los ojos bajo la paz de un sol tibio. Agua y paz para una tierra sedienta.
Quiere sentir que los pies se le hunden en el barro. Oler el inconfundible aroma a tierra mojada. Quiere sentir que no todo está perdido, que el esfuerzo será recompensado. Quiere ver al campo agradecido.
 Que llueva. Tiene que llover.  Lo está deseando, tanto o más que la tierra. Sin lluvia no hay cosecha. Sin agua la naturaleza se agosta, el campo se muere y los dineros se pierden.
Va a llover. Lo dijeron en la tele. Lo llevan proclamando muchos días. Esta vez tiene que formarse un temporal de una semana, como antaño. Llueve que te lloverás. Hasta que la tierra se esponje, como pan empapado, rebosante de vida.
Se ve junto a la lumbre, secándose la ropa. Las manos en los bolsillos, mientras el fruto se multiplica. Ganar sin dar palo al agua. Una sonrisa en los labios y el campo húmedo y lejano detrás de los cristales. Una brisca detrás de otra y anís para celebrarlo. ¡Qué mal tiempo tan bueno!
 Junto al fuego de la chimenea, el campesino mirará agradecido a los charcos de la calle, a las canales chorreantes del tejado, a la cortina de agua que contemplará en el  parque, al verde grato que vuelve a revivir los sembrados.
A la hora de dormir, abrirá un poco la ventana para escuchar el percutir de la lluvia en el tejado, en el alféizar, sobre el asfalto y las aceras de la calle. Con esa música volverá a sonreír y se sentirá tranquilo y ufano. Respirará hondo, como si quisiera aspirar la humedad de la tierra en almorzadas y con esa mansedumbre dormirá a pierna suelta toda la noche, en paz con la naturaleza y con el mundo.
Ráfagas de viento agitan los árboles. Remolinos de polvo bandean la planicie. Los nubarrones se acercan. Un relámpago se vislumbra  a lo lejos. Empieza a llover. El sueño cobra vida. Caen gotas gordas, que revientan en la aridez de la tierra. El aire arrecia. Pero, poco a poco, las nubes se alejan hacia el oeste. La tormenta se desplaza. La lluvia se extingue como un espejismo del deseo y  la tarde. El agua estaba ahí, parecía que podía tocarse con la mano, pero se fue para otro lado, al albur del solano. Ajena al agricultor y su campo. Nadie lo sabe, pero parece que la tormenta se fue para no volver.
  El trigo agoniza en lo enjuto, amarillo, sin fuerzas para crecer y sacar la espiga. La cosecha está perdida. Los almendros, ¿podrán soportar su carga? Los sarmientos de los majuelos, cuyas yemas se abren al aire, ¿aguantarán la sequía? El hombre, desalentado, se lo pregunta en el coche, camino del pueblo. Conecta la radio. Una locutora  dice que, no sé dónde, un hombre ha muerto de amor y que, incrédulos, todos los vecinos se ríen. Eso sólo son cosas de las películas, piensa. En el tercer mundo mueren de hambre más de 6.400 niños cada día, pero nadie llora. En España hay 115 desahucios cada 24 horas, pero ni el más sensible se sobresalta porque las malas noticias se han incorporado al hastío de  la “normalidad”. Nuestra alma está seca como la tierra. Dicen que va a llover, pero no llueve.

miércoles, 2 de abril de 2014

Morir en el pasilllo



           


   


            Era inevitable morir en el pasillo, aguardando al médico de urgencias, al especialista, al encargado de hacer unas pruebas diagnósticas. Si las listas de espera aumentan y los servicios de urgencia se saturan, las interminables  horas de espera y las deficiencias en el servicio son  lo que aguardan a cualquier paciente des SESCAM.
No hace falta que nos lo cuenten. Cualquier enfermo tiene o ha tenido ocasión de comprobarlo en sus propias carnes. Hace unos años había que esperar bastante, ahora la espera es tanta que en los pacientes ya solo cabe la desesperación. Ocho meses para una resonancia magnética, nueve para una colonoscopia, más de 200 días  de media en el servicio de traumatología. Dos años para una operación maxilofacial. Decenas de  miles de personas en listas de espera… Las noticias y las  cifras que nos llegan  son tan apabullantes como dolorosas. Y, en ese tiempo de espera, algunos pacientes no aguantan más y pierden la paciencia  y la vida. No podía esperarse otra cosa.
            En 2013 el SESCAM afirmó  haber despedido cerca de 1300 trabajadores sanitarios. Según la oposición estos podrían ser unos 2000. Guerras de cifras aparte, no puede pretenderse que la atención sanitaria mejore con centenares o miles de despidos. Lo natural es que empeore a ojos vistas, que es lo que está sucediendo. Y que nadie me hable de gestiones milagrosas porque nadie puede multiplicarse por tres, día tras día.  
            Desde la Junta se nos dice que nuestro déficit se ha reducido, que estamos en el principio de una mejoría. Me pregunto de qué les sirve éste leve saneamiento económico a la gente que se muere en un pasillo, en una ambulancia camino de Madrid, “derivado” hacia el más allá. En la sala de espera de urgencias de un hospital o incluso en su propia vivienda, harta de que le den largas,  muriéndose sin remedio.
            Hay ámbitos donde son inconcebibles los recortes y la sanidad es el principal de ellos. No podemos morir en aras de un triunfalismo económico, no podemos convertirnos en enfermos crónicos para que la Unión Europea nos dé una palmadita en la espalda por haber hecho los deberes. Los ciudadanos no somos canjeables por nada. La sanidad es un derecho y no se vende. La salud y la dignidad de las personas está por encima de todo y ambas son incuestionables.
            Según el diario El País la banca española ha obtenido ayudas financieras públicas comprometidas en diferentes formas de capital por valor de 61.366 millones de euros desde mayo de 2009. Cifra que equivale a seis puntos de nuestro producto interior bruto (PIB). Suma a la que hay que añadir los avales del estado a las emisiones de las entidades de crédito, la participación pública en el banco malo o los esquemas de protección de activos (EPA), una suerte de garantías sobre algunas carteras crediticias o inmuebles adjudicados sobre futuras pérdidas.
            A la mar, agua. La banca, piedra angular de tantas economías y sustento de tantos negocios no se le puede dejar caer, pero, ¿al ciudadano está permitido negarle el pan y la sal? Nos quieren hacer creer que la economía es la base de los ciudadanos, pero es al revés. Deben ser los ciudadanos la base de la economía, pues sin ciudadanos no hay nada.
            Un ranking elaborado por Bloomberg sitúa a la sanidad española como la quinta más eficiente del mundo. Según los datos de Eurostat en 2008 la sanidad pública española es  de las más baratas de la Europa occidental. Nos costaba unos 1500 euros por persona al año, bastante menos de lo que pagan franceses, alemanes, holandeses o belgas. ¿Por qué  ese afán por privatizarla? ¿Para que se enriquezcan unos cuántos? La sanidad española no es impagable, nos la podemos permitir y hay  otras áreas menos sangrantes donde recortar.  Pero, tal vez se pretende hacernos creer que, después de empuñar las tijeras en sanidad, ya  todo es recortable.
El pasado 13 de diciembre, los médicos del servicio de urgencias del Hospital de Toledo acuden al juzgado de guardia de la capital castellano manchega. Tras meses denunciando la saturación de las urgencias y solicitando más medios a la Consejería de Sanidad que dirige José Ignacio Echániz, los facultativos ponen en conocimiento del juzgado que la situación es tan insostenible que "ya no pueden atender a los pacientes por falta de espacio y de camillas" (165 camas menos desde que Cospedal llegó a la presidencia)
El 20 de diciembre todos los médicos del Servicio de Urgencias remiten un escrito al colegio de médicos de Toledo denunciando "la situación caótica" del servicio con "sobresaturación de pacientes pendientes de ingreso en planta, con como media 20 pacientes al día" y alertando de que la situación "compromete la adecuada asistencia a los mismos, habiendo llegado a un punto insostenible con el fallecimiento en el pasillo de dos pacientes en la última semana".
            Tras conocerse el hecho, la Televisión de Castilla-La Mancha, abrió su informativo con una noticia sobre la devastación que están ocasionando los conejos en muchas zonas de la región. Ni una palabra a cerca de las dos mujeres fallecidas en el hospital de Toledo. El SESCAM niega que las mujeres murieran en el pasillo. Pero esa no es la cuestión. La pregunta es:  de haber sido atendidas con mayor prontitud, ¿habrían salvado la vida?
            Este caso, que se ha conocido gracias a la denuncia de los médicos, no es un hecho aislado. Estoy convencido de que hay otros muchos casos. Es más que probable con unas listas de “desesperación” tan elevadas y unos  servicios de urgencias tan saturados, pero sobre ellos se extiende un tupido velo de silencio. Hay miedo al despido y las denuncias se archivan y se pierden. Aquí no pasa nada. La sanidad funciona a las mil maravillas y cada cual se va acostumbrando a la inmoralidad política como a un mal  irremediable.