Si hay un
fenómeno político y sociológico de actualidad en nuestro país, esa es la
formación «Podemos», que partiendo de la nada ha obtenido en escasos meses de existencia un
impresionante apoyo popular al conseguir un 8% de los votos en las pasadas
elecciones europeas de mayo, convirtiéndose en la tercera fuerza política en 23
de las 40 ciudades principales del país.
Mientras los
partidos mayoritarios pierden votantes a raudales, se empiezan a considerar
otras opciones. En mi opinión la
principal conclusión que se desprende de
este fenómeno electoral es que una buena parte de los votantes está harta de
corrupción y mentiras y quiere gente honrada que defienda de verdad a los
ciudadanos y cambie las reglas del juego.
Personalmente,
al margen de mi voto, que no ha ido a “Podemos”, estoy
cansado de ver programas que o no dicen nada o son el cuento de la
lechera cuando se forma Gobierno y este empieza a gobernar. Estoy harto de que
los políticos se ataquen los unos a los
otros sin que nada cambie. Asqueado de ver cómo se defiende a los poderosos y
se maltrata a los humildes. Me revienta tanta palabrería para luego hacer lo
contrario de lo que se dice o no hacer nada. Me da nauseas tanta verborrea
estéril, mientras se recortan nuestros derechos sociales y jurídicos y nuestras libertades.
Tras el
resultado de las últimas elecciones europeas en nuestro país, parece claro que
hay una parte importante del electorado que quiere que las reglas del juego
sean otras, que los políticos no tengan tantos privilegios ni ganen tanto, que
no haya tratos de favor ni nepotismo, que las listas sean abiertas, que las
dimisiones sean obligatorias y rápidas cuando se perjudique a los ciudadanos,
que los políticos corruptos no puedan volver a ejercer ningún cargo público,
que los diputados no vayan al parlamento de paseo ni a decir “y tú más”, como
los niños. El ciudadano quiere que no lo avergüencen con monsergas, que se ofrezcan
ideas y no peleas.
Ese continuo
gallinero, esa crispación y tantas mentiras y corrupciones han hecho que yo,
como otros muchos, ya no crea en la clase política. No me ofrece más que desconfianza y temor. No quiero políticos
de discurso florido y mano en el cajón. No quiero palabras bonitas y decretos
abominables. Como millones de personas, quiero ética y eficacia, democracia, personas
honradas que cumplan lo que dicen, que sepan lo que cuesta ganar el dinero. Gente
que no se venda por unas siglas y anteponga la limpieza y la transparencia a
todo. Hombres y mujeres, no espadachines
del discurso.
Me hace mucha
ilusión que se vayan los políticos apegados a la poltrona y vengan los
ciudadanos honrados, los hombres de palabra, los que dan la cara y llaman a las
cosas por su nombre, los que no lo enredan todo, los que sean capaces de administrar
el dinero público como si fuera suyo.
Me gustaría
mucho que se acabase la impunidad. Que vinieran los que saben escuchar, los que no se escoran al lado de
las grandes corporaciones financieras y multinacionales, los que no son parte
de las élites del poder, los que defienden la verdad y tienen hambre de justicia.
La calle es un
clamor de ética y está pidiendo cambios reales que favorezcan al grueso de
nuestra sociedad y, en especial, a los más débiles.
Las leyes no
son monolitos, deben estar abiertas a reformas, a modificaciones, porque la
sociedad cambia a cada paso. La Constitución es un buen marco, pero tiene ya 36
años y precisa modificaciones y cambios. Nada es inmutable y las leyes menos. La Justicia es un instrumento social y debe
adaptarse al ritmo de los ciudadanos y no al revés. Hace falta más democracia,
más dinamismo, más justicia, esa es, a mi juicio, la esperanza que reclama gran
parte de la ciudadanía. Espero que ese sueño no acabe siendo una mera utopía.
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